Jacinto Belavente despertó una mañana con un pensamiento
rondando en su cabeza. Entonces decidió que a partir de ese momento comenzaría
a cambiar su vida de manera arbitraria. Salió de su casa directo a la oficina,
tomó el colectivo donde siempre y a las 10.15, ya en su cubículo, el teléfono
sonó y un interno le comunicó que el Jefe quería tener una entrevista con él
“inmediatamente”.
Jacinto abrió la puerta del despacho y vio que el señor
Rosenberg lo esperaba sentado al otro lado de un oscuro escritorio de caoba.
-Siéntese, Belavente. –Dijo Rosenberg amablemente.
Belavente se sentó en una pequeña silla forrada en lino.
-¿Sabe por qué lo mandé a llamar?
-No. – El rostro de Rosenberg se ensombreció y sus pequeñas
pupilas se concentraron detrás de sus parpados cansados.
-¿Qué hora es, Belavente? – Preguntó Rosenberg con tono
inquisitivo.
Belavente desbloqueó su celular, sabiendo que podía ver la
hora sin necesidad de hacerlo, en un insensato intento de ganar tiempo.
-Diez y veinte.
-¿Y a qué hora llegó a la oficina, Belavente? – Se apoyó
sobre el escritorio con sus gruesos
codos y juntó sus manos, tomando la actitud del que no está apurado en
conseguir una respuesta porque sabe que el interlocutor está obligado a
responder.
-Diez y cuarto. – Esgrimió Belavente.
-Ajá. – El señor Rosenberg se aclaró la garganta.- ¿Y a qué
hora le corresponde a usted llegar a la oficina, según el contrato que usted
firmó y que esta empresa respeta a rajatabla en cuanto a todas las atribuciones
que a usted le corresponden? – Miró con una expresión que imitaba perfectamente
a esa expresión que la gente pone cuando no sabe la respuesta a una pregunta
que acaba de hacer.
-A las ocho de la mañana, señor. – El ensombrecido rostro de
Rosenberg se ensombreció aún más, y sus vidriosos ojos de anciano dejaron ver
el destello del niño que fue alguna vez, y luego se endurecieron, y volvieron a
ser los ojos del viejo hombre de negocios viudo que alguna vez supo tener el
sueño de una empresa familiar. Pero sus hijos Aaron y Esteban se dedicaron al
stand up comedy y renegaron de Neumáticos Rosenberg así como del sueño que el
viejo Abraham Rosenberg, sueño que ya había olvidado hacía tiempo.
Entonces un sorpresivo pico invadió su espacio personal a
través del escritorio de caoba justo un instante antes de que pudiese
pronunciar las desabridas palabras que habían atravesado su garganta incontable
cantidad de veces, obligándolo permanecer en silencio y abrir los ojos muy grandes
con expresión de asombro.
-¿Qué hace? – Dijo consternado Rosenberg, mientras Jacinto se
volvía a ubicar tranquilamente en su pequeño asiento forrado de lino.
-¿Qué cosa? – Preguntó inocentemente Belavente, con
expresión tan cansina que podría haber sido interpretada erróneamente como una burla.
-Usted me besó. – Refunfuñó pesadamente Rosenberg. - ¡Yo
podría acusarlo de acoso sexual, sabe! – Espetó señalándolo con el dedo, sin
pensar mucho en lo que estaba diciendo.
-¿Yo? – Retrucó agudo Belavante.
- ¡No, el panadero! – Respondió Rosenberg casi inconscientemente, como haciendo un
chiste para un público imaginario. Entonces
se acordó de su hijo Aaron, de las veces que fueron a pescar al Paraná, y de
cómo se enojaba el pequeño Esteban cuando no lo llevaban. Era muy pequeño, dos
niños era demasiado trabajo. Además era un chico un poco muy hiperquinético y
no había forma de manejarlo. Entonces Abraham siguió pensando. ¿Y si lo que
necesitaba era pasar un poco más de tiempo con su padre? Dudó. Entonces recordó
a su mujer, Clara. Y por alguna razón recordó su tonta costumbre de anudar
juntas todas las medias sin compañera. ¿Por qué hacía eso, si nadie las iba a
usar? Eso lo exasperaba mucho “¡tirá las medias, mujer!” le había gritado una
vez. Y entonces recordó que ya hacía mucho tiempo que ella no estaba, y una lágrima
resplandeció en el rabillo de su ojo al recordarse observado el cajón de las
medias esa misma mañana.
Pero la expresión sosegada, casi tonta, de Jacinto Belavente
lo sacó de su ensueño y se quedó mirándolo, atónito. Y Belavente notó que
Rosenberg estaba mucho más viejo que la primera vez que lo vió.
-¿Señor Rosenberg…? – Preguntó tímido.
-¿Sí? – Respondió Rosenberg, confundido.
-¿Necesita algo más?
-No, no. Vaya.
Belavente salió de la oficina de inhabitual buen humor y al
pasar junto a una interna la golpeó en las nalgas con la palma de la mano. Esta
dejó caer unas carpetas al suelo y miró sorprendida a Belavente, que dejaba
entrever una sonrisa tonta mientras se alejaba tranquilamente por el pasillo
hacia el ascensor.
-¿Qué hacés? – Gritó la interna, y un empleado que estaba
sacando fotocopias empezó a fingir que sacaba fotocopias mientras direccionaba
todos sus sentidos hacia el sector en donde se desarrollaba la nueva situación
en la que Jacinto Belavente se encontraba metido.
-Hola ¿cómo andás? – Respondió Belavente dándose vuelta, con
ese aire agradable que alguien irradia cuando está por tener una conversación aleatoria
con una persona del sexo opuesto.
-¿Sos pelotudo o te hacés? – Comenzó ella. Belavente la miró
intrigado - ¿Te creés que sos muy vivo? ¿Te pensás que no voy a decir nada,
imbécil? ¿Dónde trabajás? ¿En qué oficina trabajás? Voy a hablar con tu
supervisora y te van a echar a la mierda por pajero, y enfermo y pelotudo. – Y
siguió hablando mientras que el hombre que fingía sacar fotocopias ahora
preparaba un café imaginario con café de verdad, y entonces apretó el botón
rojo del dispenser creyendo que el chorro de agua caliente caería dentro de la
taza que sostenía con la mano izquierda, pero en su lugar cayó sobre el dorso
de su muñeca haciéndolo emitir un estridente y agudo sonido involuntario que
distrajo a la joven interna de la colección de puteadas que estaba descargando
sobre Belavente, el cuál aprovechó la situación para huir velozmente hacia el ascensor
ya de no tan buen humor como hacía un rato.
Horas más tarde, en su cubículo, el extraño día de Jacinto
Belavente comenzaba a teñirse del rutinario color de la rutina, y esa habitual
sensación de comodidad empezaba a
incomodarlo mucho. Saltó de su cubículo y se dirigió hacia la ventana. Y
observó al edificio en construcción de enfrente, y vio a los obreros trabajando
bajo el sol del mediodía. Y en el segundo piso de la obra en construcción notó
primero humo, y después pudo divisar como un apartado grupo de obreros había
montado una precaria parrilla en la que, a su astigmático criterio, se asaban
choripanes. Jacinto Belavente dejó escapar en un suave susurro las palabras
“eso es vida” y sonrió. Entonces buscó el pestillo de la ventana de vidrio para
poder abrirla y sentir el olor de los choripanes asándose, pero no lo encotró.
Y buscó otra ventana y tampoco pudo abrirla. Entonces tomó un neumático que
estaba en exposición y lo arrojó hacia la ventana describiendo un planeamiento
recto como el de un freesbe, rebotando en la misma y cayendo directamente sobre
la cabeza de uno de los recepcionistas de Neumáticos Rosenberg, que
acto seguido calló al piso inconsciente, y cuyo último pensamiento antes de
perder el conocimiento fue “espero que por esto me den dos días de licencia”.
Jacinto Belavente seguía mirando hacia el edificio de
enfrente a través de la ventana con el ceño fruncido y con sus dedos índice y
pulgar rascándose la pera. Se dio vuelta mecánicamente y, cuando se disponía a
lanzar un segundo neumático hacia la misma ventana, que ahora lucía una
estilizada rajadura horizontal de casi un metro de largo, notó todos los
rostros de Neumáticos Rosenberg apuntando hacia él. Se quedó atónito,
observándolos uno por uno, intentando descifrar sus expresiones.
Hubo un largo tiempo de silencio. Todos permanecían quietos,
como en pausa, como detenidos en el tiempo. Y Jacinto también los observaba con
una expresión adusta, como la del que espera una respuesta que sabe que le
corresponde inclusive sin haber hecho ninguna pregunta.
-¿Qué pasa? – Preguntó Belavente intrigado, y
automáticamente Neumáticos Rosenberg volvió a su ritmo habitual, como
amedrentado, y los teléfonos siguieron sonando y todo volvió a la normalidad.
Belavante pasó en un instante de ser el centro de atención a ser ignorado como
un fantasma que no existe.
Nadie más lo miró. La mayoría siguió pensando en él durante
unos momentos, pero lo olvidó al poco tiempo para dedicarse a pensar en cosas
más importantes relacionadas a la fabricación y venta de neumáticos de camiones.
Aunque hubo alguien que siguió pensando en él con más énfasis que los demás.
Era Mariana, otra telemarketer que trabajaba para Neumáticos Rosenberg y que,
hasta ese momento, no sabía que Jacinto Belavente existía. Y se preguntaba
quién era ese joven misterioso que ahora intentaba asir un panel de un cubículo
mientras otro telemarketer oponía resistencia sin mediar entre ellos palabra
alguna. Entonces Mariana se quitó los auriculares, corrió hacia Belavente y lo
ayudó a asir el panel, y juntos tomaron carrera y lo arrojaron hacia la
rajadura de la ventana, que estalló en mil pedazos y dejó penetrar finalmente
el aroma a choripanes asándose. Y entonces la gente de Neumáticos Rosenberg
dilató sus poros nasales y pudo sentir el aroma a choripán que cada vez se
hacía más intenso. Y sus estómagos rugieron y más de uno se paró de la silla y
miró hacia los costados, en busca de la fuente del olor que ahora invadía todo
el edificio. Los ejecutivos se asomaron desde sus oficinas y uno podía ver las
narices de los accionistas de mayor envergadura asomándose detrás de ellos
intentando rehuir de la atracción olfativa y fracasando en el intento.
Y junto a la ventana, los ojos de Jacinto Belavante se
encontraban por primera vez con los anteojos de Mariana, que se secaba el sudor
de la frente con la manga del pulóver blanco. Al principio le pareció fea, pero
después la volvió a mirar y se dio cuenta de que Mariana le gustaba. Entonces
la besó en los labios, y ella respondió el beso. Y una lluvia de choripanes de
amor comenzó a llover sobre Neumáticos Rosenberg, y todos los internos, y los
empleados, y los jefes de planta, y los ejecutivos, y los accionistas de mayor
envergadura, y hasta el mismísimo señor Rosenberg, salieron al estacionamiento
y extendieron los brazos. Y, como si de ángeles se tratase, los choripanes eran
depositados suavemente, como llevados por el viento, en las manos de los
empleados hambrientos. Y luego llovió vino y al probarlo todos concordaran en
que así debería saber el alma de Dios.